miércoles, 22 de diciembre de 2010

CAMINO DE OZ



AUTOR: MIQUEL FARRIOL
LECTURA: JULIÁN GIJÓN


A Dorothy le habían contado que las respuestas que buscaba se encontraban en el reino de Oz. También le advirtieron que sería un largo y pesaroso viaje, siguiendo siempre el camino de baldosas amarillas.
Como nadie había hecho antes aquella ruta, lo que iba a encontrar mientras caminaba era un misterio y debía estar preparada para superar los imprevistos que se acaeciesen. Tampoco nadie pudo contarle si existían cruces o bifurcaciones que la desorientaran, poniendo su instinto a prueba.

Partió sola, dispuesta a no parar hasta llegar a las puertas de la Ciudad Esmeralda, donde se las ingeniaría para ser recibida.
Para su sorpresa, al poco de caminar, se encontró ante un paisaje inesperado y diferente y sintió un poco de miedo al comprender lo desvalidos que estamos lejos de un entorno familiar, pero se concentró en las grandes baldosas de piedra amarilla que la conducían a la primera de las aldeas y se internó despacio en sus calles.

Cuando vio a sus habitantes se quedó helada. Las aceras estaban llenas de personas que pululaban con la mirada perdida. Otras yacían sin hacer nada, como si nada les importase. Nada parecía organizado y el caos era total. La ciudad se desmoronaba y nadie parecía capacitado para poner remedio.
Dorothy habló con ellos y quiso saber él por qué de aquella desidia.

 Nosotros somos tontos. En lugar de cerebro, nuestras cabezas están llenas de paja y somos incapaces de pensar ¡ Nada podemos hacer!

La recién llegada estuvo días entre aquellos benditos inocentes y poco a poco les convenció de que sus cerebros estaban donde debían de estar y si alguien les llamó simples, ellos, debían demostrar que no lo eran. Para ello, para que aquello funcionara les aconsejó que se echaran al camino y descubrieran si eran capaces de valerse por sí mismos. Tal vez, durante el viaje, se dieran cuenta de que nunca fueron tontos y de que sus ideas también podían ser buenas.

La comitiva avanzaba a buen paso por la senda dorada y Dorothy controlaba que nadie se dispersara, extraviándose. Cuando aparecía un desvío, consultaba con los espantapájaros que se convencieron de que su opinión también contaba y de que entre cientos de disparates siempre se cuela algún acierto.
Con algún que otro tropiezo llegó a la Ciudad de Metal, donde fornidos leñadores talaban los bosques cercanos.
Eran tipos rudos, embozados en corazas metálicas que trabajaban de sol a sol siempre con la mirada baja. No se saludaban, no compartían nada y cada uno iba a lo suyo.
Aquel lugar tampoco tenía futuro, todo chirriaba en un ambiente tenso, sin afecto ni camaradería.

 Aquí nadie tiene corazón. Por eso no congeniamos.

Aquello entristeció a Dorothy, que reaccionando con desparpajo, sin pedir permiso, apoyó su oído en el pecho de uno de ellos y dijo:

 Tum, tum, tum... Aquí suena algo. Yo diría que es un corazón que late. Bajo vuestro pecho de hojalata siempre hubo un alma bombeante que os hace iguales, solo tenéis que escucharlo.

Como tambores desbocados, los latidos de los leñadores llenaron el bosque y en ese instante todos empezaron a compartir tareas, a contarse historias y a hacer planes conjuntos. Solo hacía falta que alguien les dijera que podía hacerlo, que se olvidaran del miedo a mostrarse y que trabajar unidos les permitiría afrontar objetivos más importantes.

Dorothy ya no estaba sola, acompañada por los hombres de paja que habían aprendido a pensar y por los leñadores de hojalata emocionado con el hecho de compartir, se internaron en un espeso bosque, siguiendo las baldosas que les guiaban.
No tardaron en sentirse observados por sombras que le vigilaban sin mostrarse, aunque lejos de ser una emboscada, los que se ocultaban, parecían más interesados en no ser vistos pasando desapercibidos, sin cruzarse en su camino.

 ¿Por qué no salís? ¡Quiero veros! - Gritó Dorothy.
 Tenemos miedo – se oyó una voz tras la maleza – aquí no tenemos valor, nos asusta lo desconocido. Es mejor que nos quedemos escondidos, así estaremos a salvo.

Los hombres de hojalata, siguiendo las órdenes de los espantapájaros, se internaron en la espesura y convencieron a los habitantes del bosque para que se mostraran. Para su sorpresa, ante ellos, una gran manada de leones avanzó con paso tembloroso.

Pasados unos días, los felinos, comprendieron que su estrategia era un error. Ocultarse ante los problemas les impedía avanzar, convirtiéndose en súbditos de sus propios temores. La comodidad de su anonimato había sido su propia trampa.
Primero maullaron y al poco, ya estaban rugiendo como auténticos leones.

Aquel era un curioso escuadrón de personajes singulares. Los primeros que siempre creyeron que sus ideas eran bobadas. Los segundos, incapaces de congraciarse con los vecinos se sentían solos aun viviendo en comunidad. Los últimos, que se escudaban en las sombras para no tener que involucrase. Al frente de todos ellos, la buena de Dorothy y su ilusión por cambiar las cosas.

Poco se imaginaban lo que entrarían al llegar al Reino de Oz. La Ciudad Esmeralda.
Unos muros grises cerraban un feo conjunto de edificios descoloridos y llenos de moho, pero no parecía importunar a nadie.
El mago que gobernaba aquel sitio con artimañas había convencido a sus habitantes para que siempre llevaran unas lentes con cristales tintados de verde, creando la ilusión de que vivían en un reino de esmeraldas. Disfrazaban sus problemas sin cuestionar las decisiones del mago. Engañándose a sí mismos, incapaces de ver la realidad, acomodados en un estado de falso bienestar.

El cuento sigue y Dorothy nunca se desviaría de su camino. En su viaje, ella, encontró las respuestas que buscaba y una revelación que siempre guardaría en su corazón.
Las cosas no siempre son como nos dicen. Cambiarlas, es solo cuestión de proponérserlo. Pero para eso hay que seguir un camino de baldosas, quién sabe sí amarillas.
A lo mejor es el mismo sendero que tomó Dorothy.

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