viernes, 25 de marzo de 2011
EL BUEN CAPITÁN
AUTOR: MIQUEL FARRIOL
LECTURA: JULIÁN GIJÓN
Sin brújula, el velero, se encontraba a la deriva. Las olas lo zarandeaban con fuertes envites haciendo que la quilla se quejara y los tablones filtrasen agua al interior de la sentina. Marineros empapados se afanaban en recoger cordajes y velamen antes del que el viento los arrancara de sus anclajes. Tenían las manos heridas por el roce de las sogas y los cuerpos magullados con tanto golpe pero, agotados como estaban, cumplían con su parte del trabajo porque su supervivencia dependía del esfuerzo conjunto y, o todos se arriesgaban o el barco se iba a pique.
Llevaban ya varios días de lucha constante con la tormenta, más preocupados por seguir a flote, que por saber cuanto se desviarían de su ruta o que parte de la carga se perdería. En aquellas horas en que todo estaba en su contra, solo podían pensar en términos de supervivencia dejando en sus mentes el espacio justo para comportarse como autómatas que realizan tareas especializadas y en cada turno, cuando llegaba la hora de salir a cubierta, intentaban olvidar el miedo que les impidió dormir en su tiempo de descanso.
Lo peor fue perder la brújula.
La noche anterior, un rayo furibundo se hundió en el mar, muy cerca de la nave y una de sus centellas barrió el puente de mando provocando destrozos y un pequeño incendio que les costo sofocar.
Entre las pérdidas, el Capitán, encontró el instrumento con el cristal destrozado y sin su aguja magnética. Sabía de la importancia de aquel infortunio y de como afectaría a la moral de sus hombres y tomó la decisión de ocultarlo con rapidez. Navegar con mal tiempo consciente de que no hay un rumbo que seguir podía provocar la histeria entre los marineros, condenando a la nave a los fondos marinos para la eternidad.
Por otras travesías hechas con anterioridad, el Capitán, sabía que desviarse de la ruta era muy peligroso y que en aquel mar abundaban los arrecifes que apenas dejaban ver sus crestas dentadas en la superficie y menos aún con el mar embravecido, pero solo se podía esperar a que amainaran los vientos, y la mar recuperase su perfil habitual.
Después de una nueva noche infernal, el alba trajo vientos más cálidos y suaves. La lluvia cesó y las olas descendieron como buscando su lugar en la inmensidad azul. El velero, surcaba bronco los últimos resquicios de la tormenta, perdido en el océano desierto.
Después del recuento de daños y asistir a los heridos, todos se pusieron a trabajar en reparar los desperfectos, remendar los desgarros de las velas y achicar el agua de las bodegas. Mientras tanto, en su camarote el Capitán se reunió a puerta cerrada con el resto de los mandos del navío para comunicarles la noticia. Navegaban sin rumbo y aunque si el cielo se abría podrían leer las estrellas, por el momento no podían determinar en que punto del océano se encontraban, ni cuanto tiempo más permanecerían en alta mar con las despensas y los barriles de agua viciados por el salitre del mar que los inundara. Solo podían hacer dos cosas, convocar a la tripulación y explicarles cual era su situación real, o omitirlo por algún tiempo evitando así que el miedo volviese a apoderarse de la cubierta, lanzándose, quién sabe, si a un motín seguro.
Si mantenían el engaño, los marineros conservarían el ánimo aunque entendiesen que algo turbio flotaba en el ambiente, pero seguirían esforzándose en sus tareas y aceptando, durante algún tiempo, el racionamiento que les impusieran.
La embarcación seguiría a flote a la búsqueda de un puerto donde fondear solo si se tomaban decisiones unilaterales surgidas de la inspiración y la experiencia, nunca desde el alboroto de una tripulación asustada.
Decidir contarlo o no, utilizar la sinceridad explicando con rigor la gravedad del momento tenía un inconveniente insalvable. En el momento en que se comunicara que habían perdido el rumbo muchas voces se alzarían exigiendo pasar cuentas con los responsables. Otros propondrían sus propias soluciones y otros se lanzarían a mar desquiciados ante una muerte segura. Había que asumir el caos y la posibilidad de perder el mando.
El Capitán, abrumado por la responsabilidad, escuchaba las opiniones de los sobrecargos y sopesaba las alternativas mientras se enfrentaba a su propio debate. ¿Estaba él preparado para sobrellevar aquella situación? Cuando elijó aquella profesión, se preparó a conciencia, trabajó duro para destacar de los demás y ganarse un sitio de responsabilidad capitaneando embarcaciones hechas para la aventura. Sus dotes de mando, su capacidad de gestión pronto se hizo evidente y en aquellos días ya era un reputado marino que se disputaba más de un astillero.
En una situación como aquella se ponían en marcha distintos protocolos que la escala de mando imponía; descritos en las leyes y contratos firmados ante el armador. Pero en una constitución nunca se llegan a prever todos los supuestos, y por eso, cuando se está al límite hay que improvisar, y la sinceridad suele ser la mejor de las soluciones. Contar la verdad, a veces censurada en los contratos, puede ser beneficioso ya que el ser humano, en su debilidad, se identifica con sus semejantes y pone en marcha un mecanismo de protección y amparo en el que refugiarse. Mantenerlos en la inopia suele ser indigno y casi nunca justificado.
Puede que, después de todo, depositar la confianza en los que en realidad llevaban el barco no fuera una alternativa tan mala, ni tan peligrosa. Desde luego, si no se les daba la oportunidad, nunca se sabría.
Ya a solas, en sus aposentos privados, cavilaba sobre cual sería el enfoque correcto, pues debía tomar una decisión y pudieron más la disciplina, el control de su estatus y los compromisos pactados antes de salir de puerto, así que apartó cualquier sombra de moralidad y ética con respecto a sus tripulantes. Se deshizo de la maltrecha brújula lanzándola por un ojo de buey, al mar, para después arreglarse las condecoraciones e insignias del uniforme. Él era el Capitán y debía de seguir siéndolo. No iba a permitir que un grupo de patanes le dijeran que debía hacer. El barco y todo lo que contenía dependía de él.
El buen Capitán nunca supo que entre la tripulación había un marinero nacido en una isla cercana y que conocía aquellas corrientes mejor que nadie. Y que a pesar de su origen humilde y pocas luces, le bastaba con olfatear el aire para reconocer distancias e inesperados rompientes de coral. Y por eso ninguno de ellos se salvó, por no confiar, por no preguntar, por seguir un pacto tácito que obligaba a una disciplina innecesaria.
Si hubiesen preguntado al viejo pescador, él, con la ayuda de sus compañeros, hubiese resguardado el barco en un caladero seguro, pero su condición de marinero raso no le daba derecho a opinar y si levantaba la voz, le acusarían de amotinado, por eso calló y se limito a cerrar los ojos cuando el arrecife se descubrió ante ellos.
Lo que empezó la tormenta, tuvo su fin en las rocas. El buen Capitán se hundió con su navío arrastrando junto a él cualquier posibilidad de salvación. Ignorante de que compartir su secreto los hubiera salvado.
En el fondo del océano, el casco de La Gárgola Impasible, desarbolado y con la quilla partida en dos, es morada de los peces, solo porque alguien no supo escuchar.
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