martes, 16 de noviembre de 2010
LA MAGIA DEL CABARET
ESCRITO POR MIQUEL FARRIOL
LECTURA, JULIÁN GIJÓN
El número siempre empezaba de la misma manera. Mostraba la chistera al público que podía ver su fondo oscuro y vacío. Tras un ligero toque con su varita, alargaba la mano desnuda al auditorio para después, con gesto liviano, introducirla en el sombrero.
Todos los presentes sabían que sacaría un conejo blanco como la nieve, pero nadie quería perderse aquel momento de magia. Como pasa con los Clows, los magos, tienen un poder especial, algo que contagia.
Yo, como todos, sabía que el sombrero ocultaba un doble fondo, un burdo truco. Una gárgola siempre encuentra trabajo como monstruo de feria y he aprendido de sus artimañas. El espectáculo consiste en eso, en convertir la fantasía en algo tangible.
Antes que el mago, actuaó el tragasables, que devoró fuego y se introdujo un metro de acero por el esófago. Los contorsionistas, que dislocando articulaciones se retorcían sobre ellos mismos, y domadores de chihuahuas, pues el escenario era diminuto y no daba para meter leones.
Ninguno como él, capaz de hacer aparecer conejos de la nada, llamaba tanto la atención, pues su arte era pura ilusión.
En realidad era así de fácil deslumbrar a los espectadores, dispuestos como estaban a creer y dejarse llevar.
El espectáculo continuó con números clásicos de cartas, pañuelos y botellas que se transformaban en rígidos ramos de flores y todos ellos se cerraban con aplausos. En la segunda parte de la actuación, un ayudante despejó el escenario de atrezzo, dejando al mago solo en su círculo de luz. Con solemnidad esperó a que los murmullos se apagaran y el silencio fuera absoluto.
Fuera lo que fuera con lo que el artista quería sorprenderles, el público ya estaba entregado, casi en estado hipnótico y creerían sin reservas en cualquier acto imposible. Confiados, se dejaban convencer por aquel tahúr de la ilusión, que manipulaba la realidad con la elegancia de un bailarín. Con su chistera, su frac y sus guantes blancos les conducía a un mundo fantástico, a un lugar mejor donde todo era posible.
En el foso, el pianista que se conocía la función de cabo a rabo, tocaba su música siguiendo la coreografía del artista y se preguntaba.
- ¿Es que no se dan cuenta de que hay truco? ¿No ven que esconde sus cartas en la manga? Ese tío puede birlarles el reloj sin que se den ni cuenta y aun así ¿Le aplauden? ¡Menudos ilusos!
La función terminó con la noche ya avanzada y el dueño del cabaret cerró las puertas cuando despidió al último de los clientes. La velada había ido bien. El mago, una vez más, fue la estrella.
Con una carpeta con partituras bajo el brazo, el músico del piano, volvía a casa atravesando calles vacías de gentes. Sus pasos devolvían un ligero eco en la soledad de la noche y los semáforos daban órdenes luminosas en los cruces sin tráfico.
Al pasar junto a un muro que cerraba un viejo solar, unos carteles encolados en la pared, llamaron su atención.
El viento los había rasgado, pero se podía ver lo suficiente.
En uno se anunciaba el cabaret donde tocaba su música y tenía la foto del mago con su chistera. En el otro, un rostro de grandes dimensiones y con la sonrisa congelada en el estudio del fotógrafo y calculada mirada penetrante, junto a un eslogan y el anagrama de un partido político.
Se detuvo divertido ante aquel improvisado hermanamiento. Los dos se movían en estratos parecidos y ambos podían persuadirnos para creer en lo imposible. Uno con su chistera, el otro con sus promesas.
Imaginó al candidato sacando conejos de la nada, en sus mítines, encandilando a sus seguidores e intentando convencer a los indecisos y se sonrió al ver, en su fantasía, como cada gesto era parte de una estudiada coreografía.
Aún estuvo un buen rato ensimismado con los dos carteles.
La magia devolvía la ilusión por lo imposible. El político podía hacer lo imposible, real, convertir sueños y proyectos en cosas palpables que acoplar a nuestro bienestar. El primero a golpe de varita encantada, el segundo olvidándose de conejos y fondos falsos, de mangas trucadas y trampillas en los bajos de su discurso.
Eran tiempos difíciles para el cabaret, para los músicos, para los magos. Los encantamientos, los trucos visuales, los pañuelos y cintas multicolores distraían y relajaban a los ciudadanos y por una noche se premiaban con una entrada al teatro para reír y soñar pero en realidad, la magia que esperaban era otra mucho más prosaica y alejada de bambalinas.
Esta noche nos esta permitido soñar, dejarnos engatusar, descansar de nuestros problemas, pero mañana cuando despierte no quiero descubrir que los conejos blancos siguen ahí, y que todo fue un truco de trilero.
Que siga el espectáculo.
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Me encanta este texto de Gárgola. Yo estaba allí...
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