Hace unos días, después de una placentera e interesante reunión de antiguos compañeros de profesión alrededor de una mesa redonda en casa de mi gran amigo el chef Juan Carlos Puig el cual nos conjugó la creatividad y la copiosidad de la cena, acabamos hablando de peluquería intensamente. Toda esa mezcla hizo que me marchara a dormir tarde y tal vez fue lo que me transportó a tener una pesadilla más cerrar los ojos en la habitación del hotel.
Fue un sueño horrible, hasta el punto que cuando lo recuerdo siento un frío intenso que me recorre todo el cuerpo y me inmoviliza durante unos instantes. Soñé que tenía una peluquería pequeña, en una calle estrecha, en un barrio periférico de una gran ciudad y que pertenecía a ese gran grupo de autónomos con uno, dos o ningún empleado que la administración se empeña en llamarlos empresarios. Mi salón tenía muchos años de andadura y donde la inversión de mantenimiento y renovación había sido escasa, y los precios habían tenido una política de supervivencia. Todo para unas clientas fieles y maravillosas que me visitaban puntual y semanalmente, y a las cuales yo les debía respeto y agradecimiento. Me ofrecían seguridad económica, el sustento de mi negocio y de mi familia. Compartíamos unos de los milagros de la vida: el poder ir envejeciendo juntos.
De pronto sentí una gran sequedad en la boca que me llevó a medio despertar. Seguramente fue culpa del vino de la cena, el Tempranillo mezclado con Syrah que tomamos, tal vez un poco en exceso, me produjo este percance que resolví bebiendo agua y quedando de nuevo dormido al instante.
Sin saber cómo, estaba de nuevo sumergido en mí sueño. Como cada mañana fui a abrir la peluquería y dentro estaban todas mis clientas fijas semanales, capitaneadas por las más antiguas. Sus actitudes corporales, como sus expresiones faciales, me empezaron a dar miedo: la señora María me gritaba con una voz ronca y un volumen estridente porque había subido el servicio más de un euro y empezó a arrancarme gran parte de mis cabellos; la señora Carmen me arrancó dos dientes porque este mes la había hecho esperar dos veces; la señora Jordà me extraía un riñón con su propia mano porque la semana pasada no le duró el peinado; la señora López me sacaba el corazón de cuajo porque cuando la peinaba a veces me distraía y hablaba con otras clientas. Yo, ya en el suelo, vi como mis clientas fijas semanales se me abalanzaban y me comían trozo a trozo. Yo, que había dado toda mi vida por ellas: comuniones, bodas, domingos, fiestas de guardar, dedicación, sumisión, psicología, confesión,… Tal vez esa fuera mi última reflexión antes de desaparecer entre todas mis clientas fijas semanales.
Noté que el sudor empapaba todo mi cuerpo y gracias a ello pude despertarme y salir de esa horrible pesadilla. En esos momentos, no sabía distinguir entre los ángeles de la primera etapa o los demonios de la segunda.
Yo viajo semanalmente por toda España escuchando y compartiendo los problemas de profesión y, en todas partes, al final, son los mismos. Llego así a la conclusión que unos de los males de la pequeña peluquería en este país es la clienta fija semanal. Porque no nos deja crecer, no nos deja subir precios, no podemos dejar un día el salón, no podemos crear equipos porque nos quieren en exclusiva y no aceptan a nadie del exterior. Se creen las amas de tu negocio y muchas veces de tu propia persona.
La solución es crear peluquerías técnicas donde prive la calidad a la cantidad. Dejemos las grandes masas para las grandes empresas, ellas seguro que sabrán sacarles rentabilidad. Nosotros, los pequeños, debemos ser peluqueros de autor para recibir una clientela urbana y cosmopolita. Entonces podremos empezar a cobrar un precio real para una supervivencia digna.
Mi agradecimiento a mis demonios. Sra. María, Sra. Carmen, Sra. Jordà, Sra. López, y tantas otras, porque gracias a ellas pude empezar a caminar en este mundo de la peluquería. Gracias a los que me ayudaron a tener el valor de ir eliminándolas poco a poco y dar la bienvenida a mis nuevos ángeles, porque gracias a ellos soy una persona valorada, cotizada y feliz de ser lo que soy: “un peluquero".
Julián Gijón
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