Levantarse cada día después de despegar los párpados de nuestros globos oculares, cuando el descanso nocturno ha cumplido ya su ejercicio biológico para el buen funcionamiento de nuestro organismo y función mental. Es el primer instante del amanecer donde necesitaremos la primera dosis de motivación para enfrentarnos al reto que nos marcará el nuevo día.
Mirarnos al espejo, desnudar nuestro cuerpo delante de él, realizar nuestras necesidades primarias y siempre placenteras, subirnos a la báscula y comprobar su temido marcaje. Higiene y reposición celular, será el último acto antes de cubrir nuestros cuerpos con los tejidos que habremos elegido para enfrentarnos con seguridad y aplomo a la fauna mediática de nuestras funciones cotidianas. Será el segundo.
Los dos vasos de agua, el zumo, el café, las tostadas o el mini bocadillo serán las primeras calorías que nuestro organismo recibirá. Dirigirnos a nuestro destino, encontrarnos a nuestros compañeros de trabajo y recibir a nuestras primeras clientas más madrugadoras será el tercer acto de motivación que habremos de realizar. Y así un cuarto, un quinto,… Infinidad de ellos que nos marcarán el éxito o el fracaso de nuestros propósitos.
Creo que todos lo tenemos muy claro y muy presente en nuestro quehacer diario. Si no vives motivado constantemente difícilmente lograrás lo máximo de ti. Aunque me pregunto – ¿es suficiente con esa motivación, donde el vértigo de la actualidad urbana inunda todos los minutos que nuestro cerebro se mantiene despierto y nos obliga a dar de nosotros el máximo de nuestra capacidad física e intelectual...? ¿O bien, hemos de dar un paso más allá para ser las personas de éxito que intentamos ser en todas las parcelas de nuestra existencia?
En el cuento Caperucita y el Lobo, apreciamos como el animal, motivado por el hambre, descubre que no tan solo es necesaria esa motivación para comer, ya que su aspecto feo y feroz asustaría y espantaría a cualquier presa que se le acercase. Él recurre a Caperucita, que pasea por el bosque camino a casa de su abuelita. La niña tierna, sensible, chicharrera, frágil pero con ni un pelo de tonta, le ofrece hábiles e imaginativos estímulos que le hacen pensar que aquel bosque son los jardines de Versalles y él es guarda y guía de sus caminos. Él le hace sentir feliz y segura, haciéndose participe de su historia, que en definitiva es la suya.
Ni mucho menos ni nosotros somos lobos feroces ni nuestras clientas tiernas caperucitas. Lo que sí está claro es que si no somos capaces de ofrecer estímulos reales a quien recibimos diariamente, por muy alto grado de motivación que tengamos, difícilmente podremos transmitir todo aquello que queremos compartir.
Ponerlos en práctica y estimular para motivar a nuestros ajenos será el ejercicio prioritario que habremos de conseguir en este mundo globalizado, donde marcar la diferencia de unos a otros depende de pequeños e ínfimos detalles que nos llevaran, sin lugar a dudas, a la meta que cada uno se quería proponer.